Itimad Al Rumaikyya nació en Sevilla en
1011. Fue una excelente poetisa. La tradición dice que un verso dicho a tiempo
y en un rasgo de espontánea inspiración fue el que le valió, a la esclava
alfarera de Triana, el amor del rey de Sevilla, Al Mutamid.
Almutamid pasea por las orillas del
Guadalquivir junto al puente de barcas que une la ciudad con Triana.
Como todas las tardes en el paseo de la
ribera le acompaña otro poeta, su amigo y consejero Aben Amar. Van caminando
despacio, deteniéndose de trecho en trecho para conversar, y naturalmente
siendo los dos poetas, el tema de su charla es la poesía.
Almutamid le hace observar el bellísimo
aspecto que el agua del rio presenta, rizada por la brisa e iluminada por los
reflejos del poniente. Parece una cota de malla trenzada con hilos de oro. — En
efecto, una cota de oro digna de un rey — añade adulador Ben Amar. — Merece el
tema reducirlo a versos — sugiere Almutamid. Y empieza:
La brisa convierte el rio en una cota de
malla…..
— Anda, ahí tienes el comienzo. Ahora
sigue tú para completar la estrofa. Pero Ben Amar, aunque excelente escritor,
no es hábil improvisador, así que no encuentra el oportuno consonante. Lo
piensa, durante un rato y parece que va a romper a hablar, pero se calla.
Almutamid riendo de la torpeza de su amigo insiste:
La brisa convierte el rio en una cota de
malla…..
Y de repente a sus espaldas, una voz
femenina, dulce, bien timbrada, y recitando con la perfecta entonación que es
orgullo de los bereberes puros del Sáhara, los seres más orgullosos de la
dicción y declamación que existen en el mundo, recita:
La brisa convierte el rio en una cota de
malla, mejor cota no se halla como la congele el frio.
Sorprendidos se vuelven para ver quién
era la mujer que con tanto garbo y fina inspiración poética había completado la
estrofa, y aciertan a ver una jovencita, descalza de pie y pierna, que llevando
del ronzal a un borriquillo moruno se aparta de ellos, y sin hacerles más caso
sigue el camino del puente hacia Triana.
El rey encargó a Abenamar: — Vete tras
ella y averigua quién es, y así como parece una esclava, infórmate de a quién
pertenece.
Poco rato tardó en aparecer Abenamar. —
En efecto, se trata de una esclava. Ya he dado la orden de que la conduzcan a
palacio.
Almutamid cuando la vio preguntó con gran
interés: — ¿Como te llamas? — Me llamo Itimad, pero como trabajo en casa del
mercader Romaicq me dicen Itimad la Romaiquia.
Hago ladrillos y tejas en el horno de
Romaicq en Triana. — ¿Eres casada? — No. — Entonces te compraré a tu amo.
Pidió el rey al mercader Romaicq que le
vendiese la esclava a lo que el mercader repuso que se la regalaría muy
gustoso, pues era una esclava que se pasaba el día ensoñando fantasías, y
trabajaba muy poco.
Murmuraron con ironía en la corte los
notables, que ya era hora que Almutamid tuviese el capricho de una mujer, pues
hasta entonces solamente le habían interesados los estudios, los versos, los
caballos corredores y las bellas armas.
Pero Almutamid, con gran asombro de la
corte, y de toda Sevilla, no quiso a Itimad como capricho o pasatiempo, sino
que se casó con ella en breves días, convirtiéndola en reina de los sevillanos.
Fue Itimad tan prudente y graciosa que se
hizo perdonar su humilde origen. El natural talento literario que poseía, la
hizo brillar en aquella corte de poetas y fue muy pronto ella misma el centro y
eje de un ambiente literario, adelantándose en siglos a lo que habrían de ser
otras mujeres europeas, como Clementina de Isaura, a la condesa de Noailles.
Sin embargo, Itimad no era completamente
feliz como reina. Mientras que Almutamid ganado Córdoba, y ensanchados sus
dominios al par que abrillantaba su corte con nuevos sabios, ella se sentía
desgraciada. Echaba de menos la libertad de su
infancia, el correr por los campos, el deambular por los barrios y mercados y
el trabajar en el modesto oficio de la fabricación de ladrillos y tejas, en el
que había pasado sus primeros años en Triana. En cierta ocasión, descubrió
Almutamid que su esposa estaba llorando. — ¿Que te pasa Itimad? — Tengo
nostalgia. Me gustaría tanto pisar el barro en un alfar, como otras muchachas
que fabrican los ladrillos en Triana…. — No llores por eso. Yo te prometo que
pisaras el barro y volverá a tus ojos la risa.
De allí a una semana, cuando se despertó
Itimad una mañana, le dijo el rey: — Puedes bajar al patio, y encontrarás lo
que deseas. En efecto, el patio del Alcázar estaba cubierto de una espesa capa
de barro, del color del que cuando ella era niña amasaba con los pies en
Triana.
Pero cuando Itimad con los pies descalzos
bajó gozosa a pisar el barro, comprobó que estaba amasado con canela y costosos
perfumes, que el rey su esposo mandó comprar en todas las especierías y
perfumerías de su reino. Allí estuvo Itimad jugando con sus doncellas un buen
rato, amasando con los pies el perfumado barro, y riendo con alegres y
estrepitosas risas.
Pasado algunos meses, volvió Itimad a
mostrar señales de melancolía. Para distraerla, Almutamid la llevó a Córdoba en
donde tenía hermosos palacios. No lograba sin embargo sustraer a Itimad de su
tristeza, y un día se decidió preguntarle por qué suspiraba. — A pesar de mis
riquezas soy la reina más pobre de toda España. — ¿Como puedes decir eso
Itimad? Si Andalucía es rica en toda clase de bienes, y tú tienes a tu
disposición todos mis tesoros. — Si, pero hay algo que con todo su oro no
puedes darme. — ¿Y que es ella? — Algo muy sencillo, un paisaje con nieve.
Nunca he visto el campo nevado. Me gustaría tener, como otras reinas de España,
un paisaje nevado en invierno, para verlo desde mis ventanales. — Esto es
imposible, Itimad. En España no hay nieve si no es en el Norte que es tierra de
cristianos, y en Granada que es tierra del rey Almudafar, con quienes tengo
firmada paces y no puedo faltar a mi palabra declarándole la guerra.
Continuó ella con su nostalgia, y
Almutamid no volvió a hablar del asunto. Pasado un tiempo, una mañana cuando se
despertó Itimad y se asomó al ajimez de su gabinete, vio con asombro que todo
el campo de Córdoba estaba blanco.
Palmoteó Itimad con alegría incontenible
y llamó a su lado al rey. — Mira, Almutamid, ha nevado. Está todo cubierto de
nieve. Almutamid reía también, porque ella no había descubierto su amorosa
superchería.
El rey para alegrar a su esposa había
hecho traer de la vega de Málaga en caravanas de carros más de un millón de
almendros, y plantarlos en la sierra cordobesa, frente a los ventanales del
Alcázar Viejo, y ahora al llegar la época de la floración, el campo cubierto de
almendros floridos aparecía blanco, como si hubiera nevado copiosamente.
Itimad fue tan feliz junto a su esposo
como puede serlo una mujer, y él asimismo tan dichoso con ella, que aunque su
religión mahometana le permitía tener un harén lleno de mujeres, jamás quiso
hacer uso de ese derecho, y nunca miró a otra que no fuese Itimad.
Tuvieron varios hijos, de los que sabemos
los nombres de tres: el mayor Raxid, la segunda Fetoma, y la menor Zaida.
Cuando Zaida hubo cumplido 15 años,
vinieron embajadores del rey Alfonso VI de Castilla, para pedirla por esposa.
Almutamid e Itimad, aunque doliéndose el separarse de su hija, comprendieron
que ella iba a ser muy dichosa, y que ganaba en estado, porque Alfonso VI era
dueño de Castilla, León, Asturias y Galicia, tan poderoso como un emperador.
Enviaron a Zaida con lucida escolta hasta
la frontera, donde la recogieron los magnates castellanos para conducirla a
Toledo, donde se convirtió al catolicismo, tomando el nombre de Isabel, y tras
este acto religioso, se casó con el rey. — Existen numerosos documentos de la
época, alguno de ellos descubiertos en 1961 y publicados en el Boletín de la
Institución Fernán González, de Bellas Artes e Historia de Burgos, donde figura
la fórmula: Ego Adefonsus, Rex, cum uxore mea Elisabet, Regina… (Yo Alfonso,
Rey, con mi esposa Isabel, Reina….)